sábado, 19 de julio de 2014


Hay de entre todas las horas unas que son las horas quietas. Y no son quietas porque sean eternas (que lo son), sino porque son blancas y sosas. Sin embargo, no todas las horas blancas y sosas son "quietas"; sólo aquellas que siguen a una gran conmoción. Blancas y sosas las tenemos a diario, cuando estamos ajenos ante el televisor o cuando nos cortamos las uñas o vemos por la ventana sin interés h
acia la calle, pero éstas no son quietas. Las horas quietas de que hablo parecerían aburridas pero tampoco lo son. En el aburrimiento el vagón en el que viajamos se desengancha de la locomotora y no va hacia ninguna parte, en las horas quietas no ocurre eso, más bien estamos embobados viendo las maniobras que se hacen para volver a colocar nuestro vagón sobre las vías y como la locomotora vuelve por nosotros. En las horas quietas uno piensa, o al menos yo suelo hacerlo, precisamente, en las horas quietas, en el tiempo especialísimo que representan, pues, hay una vivencia de que el peligro ha pasado y "nos salvamos", pues la manaza pavorosa de lo real se repliega y esconde sus garras como un gato que guarda sus uñas. Las horas quietas son las horas en las que uno convalece con el cuerpo dañado, pero con la seguridad de que a unos días, a unas semanas o a unos pocos meses acabarán las horas quietas y la vida regresará a su cauce, cualquiera que éste sea.
Por lo demás, que lentas y malditas son las horas quietas, que nostalgia de estar en la balacera de la vida, en pleno desmadre, jugando a estar vivo, atreviéndose a estar vivo, arriesgándose para estar vivo. Escribo y pienso esto desde estas horas quietas.
Óscar de la Borbolla

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