domingo, 17 de marzo de 2024

 LAS COMILLAS 

Cuando decimos una frase de otro “sacamos sus trapitos al sol”, por eso las comillas se parecen a las pinzas con las que detenemos la ropa en el alambre del tendedero. Las comillas detienen por los hombros estas frases que pertenecen al discurso de otro; tienen que detenerlas porque, si no, se irían, regresarían a donde pertenecen; en donde estarían más cómodas sin esos ganchitos pellizcándoles el alma; donde podrían fluir sin detenerse. Las comillas nos salvan de la locura; nos protegen de la pérdida de identidad. Sin ellas, confundiríamos a la persona con el personaje y andaríamos por el mundo repitiendo frases de Moliere, creyendo que surgieron de nuestro ronco pecho. Pensaría que a mí se me ocurrió esa idea heideggeriena o que usted acuñó por primera vez un refrán popular. Como quien dice, porque las comillas siempre son “como quien dice”, creeríamos que descubrimos el hilo negro. Pero las comillas nos regresan a nuestra mediocre realidad y alivian esa tendencia que tenemos los seres humanos a ser impostores; las comillas nos permiten, si acaso, impostar la voz y decir la frase con tono operístico, o simplemente en otro tono, porque está oído que las comillas cambian el tono musical, así que de alguna manera satisfacen esa necesidad histriónica de convertirse en otro, pero sin disolver los límites del Yo. Las comillas son sutiles, maliciosas, irónicas. Salpican por los dos lados de picardía a la palabra. Con sus deditos juguetones hacen el ademán para que el lector sepa que eso que se dice no es eso que se dice. O que se dice, sí, pero que existe otro sentido atrás, que no se dice, y que tal vez es un sentido contrario. O sea que las comillas hacen presente un discurso secreto. Con sus ganchitos nos indican que esa palabra es un telón que descorrer, y que detrás está la verdadera.


Carmen Villoro