domingo, 17 de julio de 2011


Renté un departamento en Varsovia. Puse mis libros en el librero de marras y por la noche escuché un estruendo. Los estantes habían reventado ante el peso de las letras. La propietaria del departamento me cobró a lo chino el trasto de falsa madera sin que valieran mis explicaciones: “No me puse a bailar encima de él”, le dije. “Era un librero y yo le puse libros”.

Eventualmente me mudé. Ahora mis libreros son antiguos; como se dice acá: “de antes de la guerra”. No sólo aguantan libros y revistas apilados, sino que podría bailar encima de ellos.

Al sacar los libros de las cajas para meterlos en sus estantes, recordé otra de las grandezas del libro impreso: que sabe guardar cosas.

En una antología de Wislawa Szymborska, encontré dos billetes de tranvía para pasear en Cracovia.

En Manuscrito encontrado en Zaragoza, de Jan Potocki, había un pase de abordar y un billete de taxi de aeropuerto. Supe que llegué al DF el 12 de junio de 2007. No recuerdo a qué fui. Un apunte en la última página con mi letra dice: “¿Qué hay con el conde de Monterrey?” Pero no sé por qué lo escribí.

Tampoco me explico por qué elegí ese enorme libro para leerlo en un avión.

En La mente cautiva, de Czeslaw Milosz, hallé la tarjeta de una Sofía, con su teléfono. Debe ser antigua puesto que no hay correo electrónico.

Sofía, discúlpame, pero creo que nunca te llamé.

Encontré más entre las páginas, y apenas voy en la caja de literatura polaca. No sigo con la lista porque son cosas que tienen significado sólo para mí. Todas las regreso a donde estaban para reencontrarlas dentro de algunos años.

Quienquiera que tenga una biblioteca, vaya y revise sus libros. Hallará una buena ración de nostalgia y el eterno lamento de no escribir un diario.


David Toscana
(fragmentos de "Mi librero")


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