miércoles, 4 de septiembre de 2013

VIAJAR


Viajar, como dormirse, es un peligro siempre
y una promesa cada vez.
Es lógico temer a los peligros, sin embargo la intensidad de las promesas aniquila cualquier miedo. Eso lo saben los que se han enamorado alguna vez. Lo sabemos todos. No hay un miedo más implacable, ni más suavemente hecho a un lado que el que nos cruza por el cuerpo cuando el remolino de los deseos se vuelve en busca de la promesa que otro nos hace con sólo existir frente a nuestros ojos. 
Viajar, dormir, enamorarse, son tres invitaciones a lo mismo. Tres modos de irse a otra parte, a un lugar, a lugares que no siempre entendemos, que nunca gobernamos, que cada noche son distintos, y cada mañana nos deslumbran y asustan como una tarde de granizo en octubre.
¿A dónde van los niños mientras duermen? ¿En los oídos de quien gritan su júbilo? ¿De qué mundo traen el horror que los despierta en mitad de la noche? ¿Quién los oye y consuela durante horas y horas hasta devolverlos a la orilla del día con las mejillas lustrosas y las piernas exaltadas, con un hambre de primer día en la vida y una dicha voluntariosa y fascinante?
¿Qué sueños invocamos los adultos al viajar? ¿Por qué no sabemos estarnos quietos? ¿Qué consuelo buscamos suspendidos en mitad del cielo, presos de un avión y libres de todo lo demás? No sabemos estar demasiado tiempo en nuestras camas. ¿Días y noches metidos sin remedio en nuestras camas convertirían el cielo en cielo y la necesidad en sosiego? ¿Podría uno sin horrorizar a los demás, sin sospechar de uno mismo, quedarse en una cama en lugar de subirse a un avión, tomar un tren, agotar una carretera, ir por la nieve con algo más que un barquillo? Porque hay lugares que uno visita, en su inmensa necesidad de soñar, por los que la nieve se camina, en lugar de sorberse.
Quedarse en una cama hasta soñar es algo que uno no puede permitirse. Suena el despertador, aparecen los niños con un cepillo, llega el plomero, llega el teléfono, llega el recuerdo de un hombre que añoramos silbando una tonada militar en domingo, llega la peregrina pero incesante certidumbre de que no hay peor pecado que el de omisión, llega la remota memoria de la clase de siete, del parque en espera de nuestros pies, del sol pegando en la ventana como un enemigo.
No se puede dormir en una casa con gente porque la gente hace ruido y en una casa sin gente porque hace falta. No se puede dormir desde temprano porque uno cree que el día se acaba cuando él quiere y no cuando uno quiere, uno cree que las sorpresas pueden aparecer al último momento y que entre más tarde se vaya uno a su cama más delirio puede robarle a cada noche. No se puede dormir hasta tarde porque tal vez sucedan las cosas que no sucedieron el día anterior y uno no podría perdonarse si entre las nueve y las diez al mundo le da fiebre y uno estaba en soliloquio con la almohada perdiéndoselo todo.
No sabemos dormir más de lo inevitable porque en algún momento alguien nos dijo que dormir demasiado atontaba y que sólo los necios soñaban despiertos. En general parece regirnos la creencia de que sólo los necios sueñan, incluso cuando duermen. Dormir está desprestigiado, por eso viajamos cuando estamos urgidos de peligro y promesas.
La otra opción sería enamorarse, pero enamorarse con la euforia que uno se puede permitir cuando viaja, con la disposición al tiempo perdido, a las esperas, a las decepciones, al hartazgo y las comidas insólitas que uno encuentra cuando viaja, es algo que después de cierta edad se ve ridículo. Está aún más mal visto que dormir. Es como dormirse a media calle, como andar en piyama por Reforma, como ser un sonámbulo que cruza sin precauciones por División del Norte.
Lo común es creer que el enamoramiento es una enfermedad de los jóvenes, de los muy jóvenes, de los que todavía no saben su profesión ni persiguen su destino, de los que pueden perder el tiempo en contemplar a otro, de los que duermen más de ocho horas, escriben cartas a mano, y no saben muy bien la ropa que les va. Enamorarse es tejer una promesa emparentada con la quimera, es un peligro que los adultos no pueden llevar a cuestas sin torcerse la espalda.
Por eso, cuando se trata de correr riesgos o buscar promesas. lo más seguro es viajar.


Ángeles Mastreta

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