domingo, 19 de febrero de 2012



Veo a mis hijos jugar en los viejos columpios que mi padre mandó hacer. Recuerdo que fueron un remedio para evitar que pasara horas y horas en el parque. Los colocó en el patio y ahí pasé los mejores momentos de mi infancia. Me soñaba un ave que se impulsaba hacia el cielo y se arrepentía, regresando a donde estaba.

Creo que ahí fue donde soñé con ser piloto.

Mi hija corre hacia mí y me muestra un caracol, “¿qué nombre le pongo, papá?” No sé qué decirle, la miro a los ojos, luego sus manos llenas de tierra “el que tú quieras va a estar bien”.

Mi hijo baja del columpio y se une al juego de su hermana. Ambos cazan caracoles y los colocan sobre una hoja grande. Pero se aburren rápidamente. Se parecen demasiado a mí.

Corren ahora hacia donde guardo las bicicletas y saca cada uno la suya.  Se suben y rodean los columpios, luego a mí, siguen y siguen, como si nada los atara. Hasta que mi hija se cae.

La sangre en sus manos y las piedras se confunden y le dan un color lila a algunos puntos dispersos en sus palmas. Ella llora. Yo le limpio el llanto y le lavo con un poco de agua las heridas.
 
Nunca había amado tan intensamente.

Recuerdo que no tengo hijos, sus siluetas se borran en una soledad y una penumbra cada vez más densa,  mi mirada se pierde en el horizonte donde no hay nada.


Carlos Sajim

fragmento
www.halotano.wordpress.com


 

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