Pasamos la mitad de nuestra vida durmiendo y la otra mitad
esperando en un aeropuerto. Ese lugar extraño con fronteras a todos los
países. Más parecido cada vez a un centro comercial y menos a un
apeadero de promesas. Me gustan los aeropuertos. Antes, cuando volar aún
era un auténtico privilegio, solía quejarme de los aeropuertos iguales y
los hoteles similares que convertían los viajes de negocio en una larga
estancia en un mismo país en el que solo cambia el color de la moqueta:
gris en el hotel de Londres, roja en la suite de Nueva York, verde
junto al Gualdaquivir.
Ahora viajar supone convertirse en
sospechoso. Reo del leso delito de volar. Pecado innombrable, parecido
al pecado original, porque nos se sabe que mal ha hecho pero todos
actúan como si el viajero se mereciera todo lo que le pasa y por donde
pasa: tiene que quitarse los zapatos, el cinturón y la dignidad para que
pasen por el escáner. En Estados Unidos debe que pasar por un aparato
de rayos X. Cuando uno vuela tres días por semana no hace falta ser
Marie Curie para saber que se esta jugando la salud, por eso casi todos
los hombres de negocios americanos prefieren el cacheo directo en el que
una señorita con guantes busca explosivos en sus partes más intimas.
Este
es el mundo después del 11 de septiembre y antes del fin del petróleo. Y
los aeropuertos son los símbolos de ese mundo: un lugar donde puedes
encontrar a cualquiera: a un Premio Nobel, a un Presidente, a un
fugitivo y donde es posible comprar cualquier cosa: una naranja, un
coche o un televisor. Lugares donde todo es posible y todo es difícil,
donde dos desconocidos pueden contarse toda su vida y huir después hacia
ninguna parte con un billete sólo de ida, como la vida misma.
Eugenia Rico