Veo a mis hijos jugar en los viejos columpios que mi padre mandó
hacer. Recuerdo que fueron un remedio para evitar que pasara horas y
horas en el parque. Los colocó en el patio y ahí pasé los mejores
momentos de mi infancia. Me soñaba un ave que se impulsaba hacia el
cielo y se arrepentía, regresando a donde estaba.
Creo que ahí fue donde soñé con ser piloto.
Mi hija corre hacia mí y me muestra un caracol, “¿qué nombre le pongo, papá?” No sé qué decirle, la miro a los ojos, luego sus manos llenas de tierra “el que tú quieras va a estar bien”.
Mi hijo baja del columpio y se une al juego de su hermana. Ambos cazan caracoles y los colocan sobre una hoja grande. Pero se aburren rápidamente. Se parecen demasiado a mí.
Corren ahora hacia donde guardo las bicicletas y saca cada uno la suya. Se suben y rodean los columpios, luego a mí, siguen y siguen, como si nada los atara. Hasta que mi hija se cae.
La sangre en sus manos y las piedras se confunden y le dan un color lila a algunos puntos dispersos en sus palmas. Ella llora. Yo le limpio el llanto y le lavo con un poco de agua las heridas.
Nunca había amado tan intensamente.
Recuerdo que no tengo hijos, sus siluetas se borran en una soledad y una penumbra cada vez más densa, mi mirada se pierde en el horizonte donde no hay nada.
Recuerdo que no tengo hijos, sus siluetas se borran en una soledad y una penumbra cada vez más densa, mi mirada se pierde en el horizonte donde no hay nada.
Carlos Sajim
fragmento
www.halotano.wordpress.com
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