El ardor
Nicolás hundió los labios en el cuello de Dulce María y, empujándola hacia un rincón del portal, intentó otra vez tocarle los pechos.
- ¡Basta! -exclamó ella, apartándolo.
- ¿Qué pasa? ¿Es que no me quieres?
-Claro que te quiero. Lo que pasa es que aquí puede vernos cualquiera.
- Pues vámonos a otro sitio.
- No tenemos otro sitio.
- Hay una pensión aquí cerca.
- Ya te he dicho que de pensiones nada. Y menos para nuestra primera vez. (...) Además, yo no sé qué prisa te ha entrado.
- Vale, vale - dijo Nicolás, abrazándola.
Luego pensó: "No es justo". Y lo intentó de nuevo.
Rubén Abella
Los ojos de los peces
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