Contaba con una biblioteca de caoba que
conservaba más de ocho mil volúmenes encuadernados en cuero, algunos de los
cuales eran auténticos tesoros. Aquél era el lugar preferido por Atticus para
pasar los solitarios días de su encierro, viendo llover por las ventanas,
recordando a Lisbeth, alimentando el fuego y curioseando entre aquellos libros,
que, hasta el momento, sólo le habían parecido objetos de adorno. Descubrió
filosofías antiguas, mentalidades vanguardistas, grabados valiosísimos,
postales en blanco y negro de lugares ya inexistentes, perversiones asombrosas,
vidas de santos, Byron, Keats, Beckett, todos mezclados en su biblioteca y en
su cabeza, en una amalgama de miel y limón.
Los
fines de semana la casa se llenaba de vida. Regresaban sus padres de Londres,
aparecían sus amigos, Holden traía al pequeño Oliver en una mochila colgado a
la espalda y la biblioteca se transformaba en un salón donde se tomaba el té y
se hablaba a gritos.
El
domingo por la tarde, Atticus sentía una ansiedad inexplicable, como de bicho
raro, anticipando el momento en que todos ellos se subieran a sus coches y
desaparecieran por el camino de los castaños y él, por fin, recuperara el
control de su ejército de relatos y poemas.
Mamen Sánchez
"La felicidad es un té contigo"