viernes, 26 de enero de 2018

Quizá no haya nada más difícil de comunicar que lo más fácil. ¿Cómo explicar la sencillez de un círculo, el aroma que despide el frasco de azúcar al abrirse, el sabor de una uva, la lenta rapidez con la que la forma de una nube se disipa? ¿Cómo, de qué hablar, si el asunto es la vida, un ángulo especial de la vida, un perfil de esta que se va de las manos? Parece necesario que el interlocutor ya sepa lo que va a decírsele, que lo haya experimentado o que alguna vez se haya detenido en eso. Entonces sí, basta una tosca o torpe escalera de palabras para entregarle el mensaje. Pero, ¿qué hacer cuando el otro no ha pensado nunca en la simplicidad que uno quiere transmitirle o ya tiene otra idea al respecto que le resulta irrenunciable? ¿A quién y cómo decirle que el blanco no es el color más claro, ni que la noche es más, mucho más que la sombra de la Tierra que cae sobre sí misma?
Y es que para entendernos de veras tendríamos que estar regresando juntos de un entierro donde hubiera quedado algo más que un amigo: el confidente, testigo, fundamento y cómplice de nuestra vida. Y regresar a una casa incendiada por el absurdo y el desamparo, y asomarnos, cada quien por la ventana que no da al cubo de luz ni al sur ni al norte, sino al porvenir; asomarnos por la ventana de los días restantes con un gesto de indiferencia y de desgano; y tendríamos que ir, nuevamente juntos, a través de los meses del duelo, del reacomodo en el que se organizan los vacíos y los llenos; en el aparece una jerarquía distinta, la del nada me interesa o me interesa solamente esto. Y que pasara el tiempo y comenzaran los pequeños resplandores, los pequeños sueños; que fuera formándose un montocito de calor, el débil parpadear de un sentido.
Entonces sí, quizá, con ese antecedente compartido, podría comunicar la sencillez del círculo: Es redondo, diría asombrado como si acabara de descubrirlo, nada lo aventaja salvo la esfera donde todo se distribuye para mantener la menor distancia respecto del centro; porque la esfera es el corazón de lo homogéneo, diría y, si de verdad viniéramos juntos tras recorrer los mismos caminos, entonces formaríamos una esfera: estaríamos comunicándonos y, sin necesidad de decir nada, percibiríamos el placer que despierta el olor del azúcar y estaríamos viendo la misma nube deformada por el viento y hasta estaríamos de acuerdo en que el blanco no es el color más claro.
Pero venimos de distintos caminos, sobrevivimos a distintos estropicios, nos agitan distintos sueños y cada quien, de acuerdo con su personal ordenación del mundo, leerá en estas palabras una cosa u otra. Y es que hay de dos: o conformarse con los discursos baratos que hacen su agosto en las horas pico del sentido común, o intentar a veces el desbordador empuje de la poesía y hacer posible lo imposible: la comunicación.

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